Del río hondo aquí

“El gran Tao es río que se divide para volver luego a juntarse

Se divide de izquierda a derecha

Los diez mil seres viven de Él y Él a nadie se niega

Obra y no pregona su obra

Viste y nutre los diez mil seres y no se enseñorea de ellos

Su perpetua falta de ambición lo hace parecer pequeño

Pero al no enseñorearse de ellos, los diez mil seres vuelven a Él y se hace grande”.

Capítulo 34 del Tao Te Ching

Yo estoy aquí, en el borde. Cierro los ojos y las puertas para empezar a ver la hondura del río, su profundidad oscuramente luminosa y secreta. Mas, ¿cómo conocer su rostro en este aquí, cómo saber si ese presentido rostro es el de ella –su esencia-, cuándo aún no alcanzo a tocar su centro oscuro, primigenio, de necesidad y empuje?, ¿cómo penetrar en su cuerpo doble de aguas fluidas que son y no son, que expresan toda la posibilidad universal y al mismo tiempo el flujo y reflujo de las formas?. Quién es este río que en su hondura contiene de manera co-idéntica la fuerza abstracta y la fuerza conformante, la materia pura y la materia visible, la energía y la forma, lo intemporal y aquello que viaja con el tiempo, y a ella que con su aliento vital penetra al mundo con su infinita alternancia?. Y dónde está, dónde comienza y termina este río?. Aguas que corren hacia todos los horizontes posibles e imposibles abajo, e igualmente río arriba con sus aguas purificadoras que caen, aguas cambiantes, claras, turbias, sin perfiles, anchas, iridiscentes, arremansadas hacia lo permanente. Pero es aquí, ahora, sobre ese mismo río, donde las pupilas entran para cerrarse… y descubrir.

Y descubrimos a Ulises, lanzando sus anclas hacia lo más hondo de las aguas y a sus proas iluminadas por el tejido cósmico de Andrómeda, la tejedora de arriba, la que gira mostrándole el camino, haciéndole la piel combatiente. Símbolo de un hombre que con su fuerza de hombre trata de remontar la fuerza más allá del río –la fuerza del río está en su hondura-, perdiendo el cuenco para ser arrastrado por las aguas. Luego, la pérdida de las aguas será sustituida por el amor y la del amor por la mirada. Comprender con el alma mirando al río que es un árbol y una vez perdido todo, iniciar la Gran Búsqueda: la renuncia de las flores, por el corazón del primer fruto. Fruto que por contener la semilla, porta también en su centro la abundancia desbordada de los orígenes.

Decido entonces desde aquí, zambullirme en el río, olvidar la otra orilla, la ribera opuesta. Para hacerlo, mojo primero las manos en sus aguas y escojo el lugar arremansado donde nacen las espumas, posando el pie en el primer peldaño de las aguas, de la corriente, hacia el principio, hacia el Ser, o ese árbol que de tantos frutos se va inclinando hasta rozar las aguas.

Peldaño este, bullicioso, más suave y limpio… amor de las aguas dejando a la raíz llegar al fruto hasta alcanzar los cielos, doblemente cielos grandes, pequeños… fruto este que al descender, arrastra el rastro del origen. Y yo,  el zambullidor, abro entonces los ojos a la hondura dejándome arrastrar por el blanco levantamiento de la corriente… y hay tanta inmensidad para decir que algo se alcanzó. Una cáscara se abre donde la corriente va y la raíz empieza. Empiezo el ascenso, abriendo también esta otra puerta dispuesta a abrirse sin más prisa que la que se pone al amar y seguir, para escalar el río. Pisar con el alma encendida cada peldaño de él, que siempre es igual a lo que nunca concluye… y el peldaño, salto de agua, espacio, irrupción, pie y empuje en amor de hombre y ala, entendiendo que si se quiere tocar la hondura primaria del principio, es imprescindible el vínculo entre los empujes acuáticos, yendo, retornando y la piel blancamente dócil de toda pulpa, límite o corazón de alma.

Y esto es lo que los ojos miraron: Primero la hondura, un eterno umbral sin nombre, lo invisible, lo inmutable, una oscura-luminosa-soledad en calma perpetua, el abismo, el vacío, la oquedad, la nada. Pero, ¿qué es lo que hace irrumpir este fluir de la vida y de la muerte? Qué desdoblamiento es este que penetra la existencia con su doble hilo oro-azul, este anverso y su reverso, este ascenso y descenso. El amor supremo es como el agua, como el río y en su centro ella con su vientre lleno de realidades. Y he aquí que el río pierde su alta trascendencia y se hace inmanente al mundo, al hombre, carne de su carne y hueso de sus huesos. El río es también entonces la madre, la madre del mundo, la hembra misteriosa. Este río que se entrega, se abre, se divide de izquierda a derecha en infinitos arroyos que volverán de nuevo y siempre al cause materno.

El río es la vida de los seres como “El verbo que es vida y luz para todo hombre que ha venido al mundo”. Mas no el verbo de San Juan que es revelado por un Dios trascendente, inasible, innombrable, inalcanzable. No ha sido el hombre quien desprendido de su cuerpo, de su aquí, de su ahora, inicie el vuelo para que su alma y sólo su alma se una con lo trascendente del ser, más allá de su entendimiento, de lo explicable. Es el río quien ha renunciado a la absoluta quietud de su inalcanzable trascendencia, para venir al mundo y aflorar en él, fluir con la vida, la existencia a través de la duración de esa vida, madurar y hacerse fruto para permanecer entre nosotros. El río es vida aquí, ahora. Vida cuya única revelación es aquello visible a la superficie, La fugacidad del relámpago, el tiempo de un fruto, la paciencia húmeda del secreto, la oscilación de un ir hacia el ocre rojo del retorno, la carga del fuego, la vendimia de rostros escarpados junto a miradas enterradas entre redes, radas y escalones desolados, la mudez de lo lejano, cercano, el esplendor de los pinos siempre en pos de un luego arriba y seguir, la sombra del peso, la carga de la paz, lo intemporal con su piel de agua, el viento, la lluvia y la espuma que riega plena de lo huidizo, entre el martillo del relámpago y el fruto que se va estableciendo.

La hondura del río aquí, en la espuma de su orilla. Fue entonces cuando vi también con mi cuerpo, a lo fértil de lo pasajero hacerse campo de raíces permanentes y al torrente del río que nunca se separa, dejar a la raíz regresar a través del fruto para alcanzar mis labios. Y si me tocara describir la permanencia, diría como la poeta: “Línea de lenta paciencia… rostro, huella, pálpitos cargándose sobre los hombros neblinosos del río… corriente que asoma en los espejos de las aguas, un rostro que llega y un aroma que si se desprende sigue inundándonos… suceso inalterable si las capas encendidas del corazón, permanecen en los centros abismales de la soledad”.

Pero, ¿cómo tocar desde aquí, desde esta plena y fluida fugacidad, el corazón de lo permanente?. El niño pregunta, la mujer contesta. El peldaño entonces se colma. He aquí a lo inefable. Lo inefable de azul-oro del relámpago, tendido, insito, inviolable. La hoja solitaria, las espumas y entre ambas la corriente que no deja perecer a la raíz: vinculación inefable del río con la muerte… lo inefable vivo en la claridad de lo oscuro… junto al río con semblante de jamás separarse. Lazo inaprensible que no tiene forma ni nunca hace sombra. Vuelvo entonces a cerrar los ojos, y es mi alma la que se abre e inclina hacia el principio, conociendo así lo inexpresable: “esencia y existencia de la realidad absoluta”. Es mi propia ella quien mira que en el espejo de las aguas arremansadas a la ella del río, estableciéndose entre ambas una unidad de vida. Así, me despojo de la realidad toda –lo oscuro y lo visible- pero no para que la realidad sea eliminada sino más bien iluminada, transfigurada por el corazón de ese fruto que trae consigo todo lo indecible, lejos de la razón, de la mirada. Mas en este aquí, en este ahora, en este cuerpo, en esta mano del hombre que sostiene y se lleva a la boca deseosa el árbol todo con el fruto, también hallamos lo inefable. Es la realidad en su conjunto, presente aquí, en todo su esplendor ante nosotros, sin necesidad de expresarse ni de explicarse, absoluta pero fluida, mostrándose a sí misma y mostrándonos que lo permanente y lo fugaz son un mismo y maravilloso suceso. Cuerpo y alma unidos al río, envueltos ya apasionadamente en los motivos del amor, en los motivos del vuelo.

San Juan de la Cruz nos decía: “Que cuando las cosas divinas son en sí más claras y manifiestas, tanto más son al alma de oscuras y ocultas; así como la luz cuanto más clara es, tanto más ciega y oscurece la pupila”… Por su parte, Bergson nos dice que lo inefable es ese continuo religarse de Dios con el mundo, bajo un fluido vital que perpetuamente continúa el empuje creador de la vida, por el amor a lo creado. Pero la poeta nos enseña que lo inefable, también aquí, en lo inmanente, en la duración de su manifestación existencial, se muestra a sí mismo y no necesita expresarse. Entonces aquello que no puede ser expresado, encuentra su virtud más verdadera en el silencio.

La extensión del alma es el silencio. Silencio intacto tan necesario para la conciliación de los dobleces. Silencio que nunca se contempla por permanecer ligado a lo siempre puro y completo del Ser. Y en este blanco silencio, el río ya no me habla de retornos. Unido a él por la constante pasión de la raíz, encuentro la paz, el remanso iluminado. Lo cóncavo aquí, ahora, en mi propia duración, y en reciprocidad, mi mano generosa que se alarga para entregarle en el final del viaje, todo cuanto traje de voz, de cuerpo y de deseo. Así nunca se separa la vida del río. Es entonces cuando el río se vuelve casa para el hombre y el hombre casa para el río. Casa, donde el amor hace cálidas las paredes… la mujer, su voz, su siembra de uvas, su dolor de corrientes, sus senos de cuencas, caminos. Y en los cabos del silencio, la epifanía del mundo a través de la palabra que se hace cuenco de río, casa compartida que se alarga en su entrega, pues es ella quien le atribuye su estructura con un poder que va más allá de lo descriptivo. El mundo como contexto de la manifestación absoluta de la realidad, y el hombre que a través de la palabra se hace trascendente para así corresponder a la inmanencia amorosa de ese Ser, de ese río: La palabra es la casa del Ser. La salvación nos llega entonces desde allí: en el río con la ribera de tu casa. Luego, los hilos empiezan lo asombroso.

Un solo hilo doble. El hilo oro de la casa en el hilo azul de los buscadores, entretejiendo a la hondura de allá, con la luz madurada del sol en el corazón de las manzanas. Hilo de la hoja, del sueño, de la piel, de lo débil, de lo dulce. Hilo del ave, del vacío móvil de los valles. Hilo de la sangre, de la luz y el hilo de los hombres entre las casas, las penumbras y una laja blanca en el amanecer. Hacia dentro y hacia fuera, para que prosiga el goce de la vida, los espacios íntimos de la voz en canto-sol-libre.

Lanzo mi voz en canto-sol-libre como una red sobre las aguas extendidas del río. Voz entretejida a la voz de una mujer que me mira también con el azul oro del río, junto a las aguas claras que arropan el balcón de la casa, de esta casa blanca. Solo una mujer anudando los hilos de lo inmanente y lo trascendente de un tejido inefable para que el hombre lo vea. Canto de regocijo al entender lo inexpresable también aquí, ahora: La raíz y el fruto unidos por el deseo de mi boca.

En el fondo de la red esta visión: El río puro y completo, río este, nuestro, hondo, que da la casa, el pan, el agua: prolongación de redes. Únicamente él dejando ser y el sendero del viaje de un hombre para anclar y alcanzar los hilos indetenibles tejidos por la siempre ella. Callada cruz de las aguas donde los hilos se ensartan a la voz, al corazón y a cada hombre del río hondo aquí, nuestro: Ser.

 

Edgar Vidaurre