La casa por dentro – Luz Machado

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Proemio

Se alejan de mí las horas, me abandonan.
El golpe de sus alas me lastima.
Solo: ¿qué haré yo con mi boca?
¿Y con mi noche? ¿Y con mi día?

No tengo mujer, ni casa,
ni lugar donde vivir.
Las cosas a las que me entrego
se enriquecen y me desgastan.

Rilke

Este libro es una herida abierta. Una herida en el costado, esa hendidura originaria, génesis por donde emergió hacia el afuera el ánima del hombre y convertirse así en carne de su carne y hueso de sus huesos. Al abrir el libro, me atrevo entonces a revivir este drama universal, abrir de nuevo la hendidura que esta poeta nos evoca, replicando sensible y conmovedoramente aquella otra hendidura más reciente por donde hemos advenido hacia la luz, pues nacer también es una herida que nos pautará las relaciones y las correspondencias existenciales entre el adentro y el afuera, entre el bien y el mal, entre la luz y la sombra, pero sobre todo la ilusoria dualidad entre el cuerpo y el alma, la casa y el mundo, la primacía de la materia, de la carne y de los huesos sobre el mundo emocional…sobre el alma. Así canta la poeta este drama sucesivo de la materia incluyendo al ser humano, drama que nos circunscribe a lo visible, a  lo que se despliega en la existencia sensorial y aprehensible, a la matera: El pecado original la erigió, necesaria para recibir y entregar los testimonios después del paraíso. Y no hay cielo ni infierno, purgatorio ni limbo que el hombre no padezca en ella. Porque es en ella donde comienza, el hombre y el mundo. Después que la mano la domina, la materia queda inerte. Ninguna voluntad ya la levanta. La letra, el instrumento, el color, los sonidos todo yace distinto.

Pero el pecado original es un pecado del hombre contra su propia integridad, contra su propia consistencia. Sólo, desprendido en la intemperie, separado de su primera morada,  sin saber qué hacer con su boca, con sus noches y sus días, sin entender el sentido de la herida, de la hendidura como centro de todas las correspondencias, sin mujer, sin casa ni lugar donde vivir, se entregará por entero hacia el afuera exponiendo ahí de manera despiadada -y determinado por un miedo ancestral-, su núcleo emocional, aquello que lo anima, lo nutre, lo vincula, condenándose así a lo visible, a entender la realidad dinámica y abarcante que lo trasciende desde una percepción puramente racional y parcial donde solo hay luz….cegadora luz. Los sabios Leroi y Gourham, nos interpretan ese momento, con la salida de Eva (el alma) del costado de Adán, o la expulsión, el destierro y el maltrato sucesivo del alma.

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En su libro “Poética del espacio”, Gastón Bachelard nos revela la simbología de la casa como esa instancia o ser interior y también como símbolo femenino de morada, refugio, madre, contención y seno materno: El poeta sabe muy bien que la casa sostiene a la infancia inmóvil en sus brazos (…)Las verdaderas casas del recuerdo, las casas donde vuelven a conducirnos nuestros sueños, las casas enriquecidas por un onirismo fiel, se resisten a toda descripción. Describirlas equivaldría a ¡enseñarlas! Tal vez se pueda decir todo del presente, ¡pero del pasado! La casa primera y oníricamente definitiva debe conservar su penumbra”(…) Los recuerdos del mundo exterior no tendrán nunca la misma tonalidad que los recuerdos de la casa. Evocando los recuerdos de la casa, sumamos valores de sueño; no somos nunca verdaderos historiadores, somos siempre un poco poetas y nuestra emoción tal vez sólo traduzca la poesía perdida

Por su parte, la gran psicoanalista y poeta Ania Teillard en su libro “El alma y la escritura” nos revela como a través de los sueños, la imagen de la casa revela la dinámica de las significaciones según las instancias representadas o simbolizadas y que corresponden a diversos ámbitos de la psique o alma. El exterior de la casa es la máscara o la apariencia. El techo o los altos de la casa son al mismo tiempo consciencia y espíritu, los pisos inferiores representan al inconsciente y a los instintos, al mundo primario emocional. La cocina (que es el centro vital de la casa) simboliza el lugar de las transmutaciones alquímicas o las transformaciones psíquicas, es decir, la instancia de la evolución interior y profunda del ser humano. Los movimientos y las espacialidad poética y simbólica dentro de la casa (horizontal, vertical, ascendente o descendente) así como la inmovilidad revelan la dinámica de esos procesos como lo serían el estancamiento, la regresión o la evolución hacia lo espiritualizante o la materializante. Impactante como nuestra poeta desde el centro de su casa soñada donde concurren lo cuatro elementos: agua, aire, tierra y fuego, nos describe de manera conmovedora el proceso alquímico del alma:

A veces a fuego lento, a veces a fuego airado, el desvelo nos cuece vivos y hervimos sin derramarnos, circuidos de piel, como una llaga sonreída. Los zumos van al aire. La materia estrujada para ser piedra o vidrio, hueso o canto, flor o diamante, casa de día o de noche, es un apunte, apenas, de memoria doméstica. Cociéndonos, cociéndome, encuentro ya en las breves ráfagas olorosas sobre el fuego encendido, las respuestas que dan los fuegos apagados.

Pero con certeza o más bien producto de una epifanía sobre lo femenino transformador y transformante que nos aporta este libro (o esta herida abierta), el significante más extraordinario en la simbología de la casa es el retorno del exilio, el regreso al origen después de las transformaciones o transmutaciones de esa alma que fuera desterrada sin piedad: su salvación, su redención a través del regreso a lo interno a lo íntimo, o al espacio más sutil y cóncavo del alma. En su propio proemio o carta confesional que antecede a los poemas esta mujer transida comienza diciendo: Y me dije, por habitarla y por vivirla he de salvarla. Y comencé una obra que llamaría “La casa por dentro”. Aparecerían en ella todas las cosas de ese mundo íntimo y específico del Ama, de la Dueña de casa, en trato continuo e inmediato con los objetos que la rodean. Por supuesto, también los sentimientos, la anécdota cotidiana, las emociones. Y las imaginaciones. El mundo subjetivo en su extensión y en su profundidad estarían presentes, tanto como el tiempo y la experiencia sucesiva lo determinaran, mientras la Poesía fuera poseyendo instantes y objetos. Así se dispone pues lo femenino redentor a salvarnos, extendiendo esta visión del proemio al primer verso conocimiento de la casa: La casa necesita mis dos manos. Yo debo sostener su cal como mis huesos

Coincide esta revelación definitiva, con lo vislumbrado en los propios procesos alquímicos de mi alma que narraba en los inicios del retorno y a manera de confesión también en un ensayo sobre el amor elemental: El retorno, mi regreso al origen, mi Génesis, no se revela por la salida de mi alma hacia el afuera de mí mismo, o como una extensión de mi carne y de mis huesos. Nada tiene que ver con ese exilio que provocan las salidas, el desmembramiento dramático con el que se inicia la búsqueda eterna e inalcanzable de la plenitud perdida, cuya única evidencia es una herida en el costado. A la inversa de lo que narra el Génesis y con el asombro que apenas permiten mis ojos abiertos a la vivencia más viva (y no soñada), una mujer de carne y hueso y por sus propios pasos, atraviesa dulcemente y hacia adentro, esa herida en el costado para regresar a mí, a mi propio centro, a lo más interno de mi corazón, para restituir y recomponer la vida. Eva, o el elemento femenino-emocional, se encontraba totalmente integrado e indiferenciado en el ser humano en lo más hondo de sí. Es impresionante ver como de manera clara, el Génesis nos dice que en el principio Adán sueña con Eva, Adán solo puede acceder a Eva a través del entorno anímico del sueño: “el sueño de Adán”. Esto solo se podrá entender con la llegada a la conciencia total, es decir entendiendo la integración, la síntesis de luz y sombra, bien y mal, emoción y razón, pero sobre todo el ritual que lo precede todo: el regreso, el retorno a la casa soñada. Y es hoy, con la lectura de estos poemas que me he sentido acunado en mi propia herida o en este libro. Arrullo o canto sereno que me lleva a soñar que mi alma ha retornado a mí para perdonarme, para arremansarme, para hacerme cóncavo.

Atravieso pues ésta herida a la inversa, abro mi pecho a la verdad de este libro que me entrega la llave de la casa, que me revela el misterio sagrado de lo femenino que tanto miedo y pavor produce en primera instancia en el hombre. Despojarse de la razón y abrir de par en par la herida para sucumbir. Dejar esa verticalidad que confronta los horizontes y co-horizontalizarse, tal vez sea el paso previo para revocar el miedo y la reacción violenta que se deriva de ello, el paso previo para asumir por parte de lo masculino, a la mujer como horizonte emocional dónde proyectar y trascender el amor.

Entrar bien adentro y encontrar a esa mujer que me habita con su mundo de fabulas, de fiebres, de inminencias, de lechos y de almohadas, de reclamo e inquirias amorosas, de duermevelas, de noches azules y cerradas, de patios interiores de hornillas y floreros, de puertas, ventanas y jardines, de meditación y de cebollas, de agujas tejidos y tormentas, de escobas y de espejos, de hilos, dudas, deseos y la ternura de los ajos, de ausencias y de lámparas encendidas, de sombrillas, cortinas y abanicos, de pañuelos y de llaves, de zapatos, suspiros y canarios, de altares y de mesas, de agua, de aire, de tierra y de fuego, pero sobre todo las manos y la sal, esa sal que me bautiza de nuevo, sal que al decir de la poeta está recién llegada de cualquier límite del mar. Lo que importa no es tu origen sino tu juramento ante altares y dioses, compañera de fuegos y de óleos, testigo incuestionable de que ha nacido un hombre. Sabor sacramental, virtual aceptación, ahí, contigo, comienzo el reino de los terrenos símbolos, presidido por ti, levísima, auspiciadora del destino que habrá de diluirse en la muerte, como tú en el mar.

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Estos poemas no se circunscriben a lo feminista o a la ideología de lo femenino para desvincularse. Al contrario, deja abierto el sentido de la herida como umbral necesario para las correspondencias de todas las realidades, lo inmanente y lo trascendente, como una puerta abierta a la dinámica receptiva y continente del amor como fuerza vinculante. La poeta con su libro, mete su voz susurrante y nostálgica por la herida que está justo debajo del pecho que ahora también es el lugar de las transformaciones. Ella hace un auto sacramental con lo masculino, con el padre, con el padre de su padre, y el ritual amoroso de su gesto es el pecho del hombre, ese que le otorga con sus dedos a una brizna de hierba las dimensiones de la tierra, calentando la derramada paz de la tarde, creciendo desde el pecho igual que un reino solitario, o a ese pie en el puente del barco, delante de la ciudad, con el pecho igual a un breve valle donde crece la hazaña con sus flores estáticas. Esa mujer que supo salir del incendio matriarcal y profundo hacia la gran ceniza y su astro mortal cuando el padre tocaba con su índice de ternura sus tobillos, haciendo que el talón cayera en su frutal sorpresa desprendido, y sonrieran los dos, y ella, descubierta, y él con sonrisa beata de pastor distraído. Esa mujer que olvida y que perdona el contraste amoroso y cálido del pecho de los hombres con la espalda indiferente de un esposo que le dice severo todas las noches: “Es tarde. Todas las casas cerraron ya sus puertas y apenas queda tu lámpara encendida. Duerme”. Y Ahora ella misma madre que limpia con un cuento la puerta de los sueños y levanta una lámpara de rezos y asperja en las almohadas el más antiguo aroma solitario. Después ella en su lecho entre sábanas queda como un navío descubierto en la noche por la luz. Ella que permanece en la soledad de su lirio, que suma los paraísos y se ve dividida como una estrella rota. Ella que en las almohadas deja lentamente sus ojos, su frente, sus cabellos y su aliento. Y he aquí entonces el más conmovedor auto sacramental de perdón e integración: Viniste con perfil agresivo. Debías reinar totalmente. Te recibí con guirnaldas y un par de corderos y sin embargo, gritaste desde el comienzo, como frente a una imagen espantable. Fue tanta mi tristeza que un aire de mar oxidó lentamente los filos; y poco a poco, al roce de alma y piel contra tu guerra, he suavizado tus armas. Ahora puedo dormir sobre ellas como sobre hielo o tizones o espinas o cuchillos, ya sin herirme, oh, vencedora.

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Tal vez y en correspondencia por la gracia del perdón y la fuerza que me otorga este libro, la vivencia intensa con lo femenino y el milagroso retorno a mi casa soñada que convoca, yo podría susurrarle al oído de la poeta este poema que tal vez y sin saber escribí para ella en lugar de haberlo escrito para mi alma fugitiva: Voces de afuera la vejan y la insultan, mas he aquí la casa pálida con una rosa azul en su centro. Era en el sueño o en el deseo, y los cuerpos anunciaban su dádiva como una promesa. Para poder alcanzarla debía caminar las aguas cuando el amor era el alba. Allí volveremos algún día para llorar adentro.

Llorar adentro, porque este libro nos enseña que la transformación es dolor, porque nacer es dolor, porque la plenitud para que sea completa, también debe estar transida de dolor. Hacer inmanente lo trascendente y luego trascenderlo a través del amor, acuencarse, darse, entregarse mansamente al arrullo  de su canto, empezar a entender que esa herida en el costado es la puerta de la casa, una hendidura que me permite entrar de nuevo al centro de mismo y repetir con la poeta su tal vez más sentida confesión: Me duele porque quise la posesión íntegra de una realidad trasmutada y trasmutable hasta obtener el derecho a entregarla con orgullo en manos de la Belleza.

Edgar Vidaurre