La única inocencia – Ana María Hurtado

PROEMIO

Y Dios creó al ser humano a su imagen.

Lo creó imagen de DiosHombre y mujer…

Génesis 1: 26-27

Este libro bautizado en la fusión de los elementos constitutivos —tierra, aire, agua y fuego— con el nombre de La única inocencia, es dado a luz como hermano gemelo en concepción, gestación y nacimiento de otro libro llamado El árbol que en ella muere, donde la autora nos revela la visión femenina de la creación en todas sus instancias. Aquí, de manera especular, la imagen poética de la creación no será simbolizada en su eclosión arbórea que se expande desde la tierra a los cielos, sino en la regresión restitutiva de su reverso: el repliegue redentor del mundo hacia el centro de la pureza original, de esa primera inocencia que Dios creador le otorgara a la humanidad. Esta sin embargo perderá en su despliegue existencial esa dispensa. A los costados del árbol único de la verdad, la existencia se desdobla a sí misma, debatiéndose así en una dualidad de opuestos entre inocencia y conocimiento, bien y mal, luz y sombra, varón y hembra, dualidad que ha sido percibida y procesada desde la expulsión del jardín del Edén, como una separación definitiva e irrevocable. El ser humano escindido, desprendido como un fruto del árbol que regresa a la tierra, al polvo del cual proviene, pues polvo eres y en polvo te convertirás.

El desdoblamiento simbolizado en la figura «gemelar» que sucede al punto ontológico inicial, es replicado en este libro por su autora en un proceso secuenciado de materia, alma o psique y espíritu: razón, emoción y conocimiento, conformando la gnosis de esa sustancia vital que se irá transmutando a sí misma a medida que lo creado se despliega en la existencia. Caín y Abel, Hunahpú e Ixbalanqué, Osiris y Seth, Castor y Polux, cuyo proceso de individuación inevitablemente pasará por la vivencia dolorosa del conflicto, de la ruptura de los puentes comunicantes que evidencian las correspondencias entre los aspectos inconscientes y la conciencia, pero sobre todo en el proceso de vinculación amoroso, desde su carencia, su búsqueda y la sensación de su cualidad de inalcanzable plenitud en el ser humano.

La creación como evento solo tiene sentido desde su permanente dinámica de transformación, y no como fenómeno estático y cerrado en una sola instancia: lo simplemente creado. La creación se está re-creando a sí misma de manera desprendida y más allá de la primera emanación, del primer gesto de la divinidad, siendo este gesto un acto de amor: Dios crea al mundo por amor: el eros divino como fuerza actuante. Así, creación y amor están fundidos en una sola visión dinámica, generadora, pero sobre todo transformadora o más bien transmutante. Más allá de la interpretación dogmática o literal de los textos sagrados que nos hablaban de la creación, los alquimistas en la soledad de los sótanos oscuros de las catedrales, «revelaban» a través de su intensa búsqueda estas realidades univocas y al tiempo múltiples y cambiantes. Más tarde, el maestro C.G. Jung traerá a la actualidad estas interpretaciones tomando como centro de esta dinámica, y como vaso de sus transformaciones en términos humanos, al alma y su capacidad de integración: camino lleno de transformaciones que revocan las dualidades hasta alcanzar el llamado «sí mismo o Self» proceso de logro que, en su libro Aion, Jung denominó: la alquimia del amor.

En términos hablados y escritos, en la «palabra», verbo o logos que nos hace semejantes a la divinidad, hay también una enorme carga transformadora y generadora que solo se expresa y revela a través de la palabra poética, o como dice el poeta Alfredo Silva Estrada refiriéndose a la poesía: «la palabra Transmutada». Encuentro entonces en este libro de cantos o poemas, escrito por una mujer, una alquimista del amor, poeta y psicoterapeuta, como lo es Ana María Hurtado, la piedra filosofal y el «oro» que relumbra en sus visiones poéticas sobre los procesos alquímicos del amor, ya no en los términos amplificados y totalizantes de la creación, sino en su réplica en los espacios, carnales, en el aquí y en el ahora, en el cuerpo y en el alma, desde la primera inocencia, pasando por su segunda instancia que sucede al conocimiento, hasta esa devenida «única inocencia» donde todo se integra y se sublima en la coniuctio. Así nos llevaremos otra vez a la boca y a los labios la dulzura del fruto apasionado, pero ahora despojados de todo pensamiento, de toda duda, de toda culpa: en lo profundo un fuego cuece mis adentros, me ablanda, me evapora, disuelve las fronteras, reúne mis desdichas, les extrae el néctar, las sazona, alienta mi carne hasta la espera, la transforma en perfume, me dispone, me conduce a tu boca.

Desde la pareja original, la humanidad desdoblada, escindida, con  la unidad perdida, será redimida  a través de la unión amorosa y su tránsito difícil y apasionado hacia el conocimiento del amor en sí mismo. En el contexto de la alquimia como visión y proceso del alma, la unión simbólica de los principios masculino y femenino dará lugar a la creación, transformación y equilibrio de todo lo creado. Integración y transformación que buscará alcanzar la totalidad y la perfección a través de la unión de elementos opuestos. En la alquimia amorosa, vista en términos humanos, la coniuctio será la unión de dos individuos, «varón y hembra», en su carnalidad corporal y en su alma, el consciente y el inconsciente, cuya relación será camino de mutua transformación. Ambos individuos complementándose en su desarrollo amoroso, espiritual y emocional configuran la coniuctio alquímica en la pareja, en tanto búsqueda de equilibrio, armonía y unidad. Integración de las diferencias para alcanzar un estado de plenitud y realización tanto a nivel individual como en la relación misma. Y así, despojados y desnudos, sin Ego sufriente, como niños abiertos e inocentes, seremos de nuevo los iniciados del paraíso. En el evangelio de Mateo [18:3], Jesús dice: De cierto os digo, que, si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

Quien ama nunca sabe lo que ama, ni sabe por qué ama, ni lo que es amar, Amar es la eterna inocencia, y la única inocencia es no pensar, nos dice ese dulce guardador de rebaños Fernando Pessoa en su advocación de Alberto Caeiro…diáfana claridad que el poeta Antonio Machado complementa cuando nos dice: esa segunda inocencia que consiste en creer que no se cree en nada en resonancia perfecta con la conmovedora forma de mirar el mundo de Alejandra Pizarnik: sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto. La mujer en este caso portadora del fruto unificado del bien y del mal, la sabia, la eterna Sofía nos dice por la boca de Anaís Nïn esta verdad sobre inocencia y amor grabada en sus diarios: En el fondo de ese amor, bajo la vasta tienda de ese amor, mientras él hablaba de su infancia recobraba, también, la inocencia, una inocencia mucho mayor que la primera pues no brotaba de la ignorancia, del temor, o de la neutralidad de la experiencia, sino que nacía como un oro puro y refinado. Por suparte, la inocencia para Simone Weil es esa apocatástasis necesaria, esa restitución de la pureza en su estado original que prepara el camino para la receptividad del alma. Según Weil, la inocencia es la única vía de conexión auténtica con la realidad y con la alteridad, ya que permite una apertura sin prejuicios hacia el mundo. Para ella la inocencia es un estado de receptividad, de atención desinteresada y amorosa que nos permite percibir la verdad y la belleza en su forma más pura, esa segunda inocencia que convoca el desarrollo espiritual y una comprensión más profunda de la existencia.

El logro de la obra humana se alcanza a través de la alquimia del amor: Rebis, arquetipo que aparece en los oscuros textos de los Alquimistas, conteniendo en su unidad, la dualidad, la perfección, el ideal inalcanzable. Las distintas tradiciones religiosas, esotéricas y filosóficas nos hablan de un ser primordial y andrógino —solitario portador de la única inocencia— del que derivan los demás seres: el Adán Kadmón de la Cábala, Gayomart zoroastriano, el Ymir nórdico y el Purusha hindú. Todos ellos simbolizando el espíritu perfecto antes de que la materia lo volviera carne y surgiera en el devenir existencial y sufriente de la conciencia de una segunda inocencia.

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Yo estoy en ti y tú estás en mí, mutuo amor divino.

Sin contrarios no hay progresión atracción y repulsión,

razón y emoción, amor y odio son necesarios para la existencia humana

William Blake

En los Cantos de Inocencia y de Experiencia del visionario William Blake, encontramos una correspondencia resonante con los cantos a la única inocencia que nuestra poeta nos susurra al oído en este libro. William Blake contrapone en estos poemas, las imágenes aforísticas de la inocencia, la experiencia y la dualidad de la naturaleza humana. Las instancias secuenciadas y casi siempre contrapuestas entre la inocencia y la experiencia, la razón y la emoción en imágenes profundamente contrastantes de un mundo sin pecado y un mundo caído. La infancia, la pérdida de la inocencia en la interacción de la humanidad con la corrupción del poder, la opresión y la dualidad existencial. Estados emocionales determinados por la experiencia: la alegría infantil devenida pena infantil, el deleite devenido dolor, el Cordero y el tigre. Sin embargo, ante este drama, este dilema existencial Blake nos habla también de una «alquimia del amor» como evento redentor, no solo de la humanidad sino de toda la creación. Un retorno a los estados mítico-existenciales de paraíso, caída y redención: la niñez recobrada en estado de gracia, protegida del pecado original pero no del mundo caído.

Esta contraposición entre inocencia y experiencia, entre razón y emoción, y sus determinaciones en la construcción de los vínculos humanos, en especial la integración en la pareja humana es revisada de manera conmovedora por Simone Weil en su libro La gravedad y la Gracia. En el extraordinario ensayo que el filósofo contemporáneo Juan Arnao escribe sobre este libro, podemos leer lo siguiente: Simone Weil sostiene que hay dos fuerzas que tensan cualquier fenómeno, por ínfimo que sea: la gravedad y la gracia. La primera tiende a la pesantez, la segunda ilumina lo grave y lo atrae hacia sí, elevándolo, haciendo sentir a los cuerpos el soplo de la inspiración. Una doctrina antigua que ella actualizó en sus cuadernos de anotaciones, que rellenaba con fervor. El universo no sólo es gravedad, también experimenta una fuerza «deífuga» [la fuga de dios], con la que el Uno atrae la pluralidad en la que se ha disgregado. El motivo conductor de sus reflexiones metafísicas es la unidad de lo finito y lo infinito que lo divino ha realizado en el tiempo. […] la creación exige a Dios renunciar a su omnipotencia. El amor y la plegaria son el modo de despojarse del ego y reforzar el lazo con lo divino. Una idea consignada una y otra vez en la tradición griega e hindú. Métodos todos ellos, como la nostalgia del bien, de superar la propia finitud.

La entraña se desgarra, hasta el lugar del vuelo, pájaro de doble filo, corazón abierto hacia la herida, dice la poeta. Siguiendo entonces estas tradiciones que conforman la llamada «alquimia del amor» y sus sucesivas dimensiones ontológicas y gnoseológicas, Ana María Hurtado nos trae en estos textos la imagen vívida y conmovedora de su propia transmutación amorosa. Fiel a ese postulado de RM Rilke sobre el «amor fácil», esta poeta se adentra en sus propias entrañas, hasta su propia oscuridad, para alcanzar la luz y el conocimiento del amor. Así nos dice Rilke sobre la madurez del amor transmutado y madurado como un fruto: el amor es difícil. Amarse de persona a persona es quizás lo más difícil de todo lo que nos ha sido encomendado, lo más avanzado, la última prueba y examen, el trabajo por excelencia, para el que cualquier otro trabajo es sólo preparación El tiempo del aprendizaje es siempre largo y hermético […] Amar es una sublime oportunidad para que el individuo madure, para llegar a ser algo en sí mismo. Convertirse en un mundo, transformarse en un mundo para sí por amor a otro.

La dificultad de restitución amorosa y la luz del cielo que siempre nos rebasa: si yo tuviera entre las manos todos los días de mi vida, elevaría una plegaria y lanzaría en los surcos la semilla, días y meses crecerían, años interminables crecerían, me sentaría a tu lado a mecerme esperando la ofrenda del crepúsculo. si yo tuviera entre mis manos todos los días de la vida, los echaría a volar hasta tu pecho, que son el río que vive en las raíces. Si yo tuviera en mis manos todos los días de mi vida, nos dice la poeta en una de sus sentidas letanías del amor difícil, de la espera, de esa nostálgica fugacidad de la existencia que no alcanzará a cubrir la eternidad del amor y su única inocencia. En la trinidad secuenciada de esta alquimia del amor, todo lo material y visible sucumbe ante el anhelo y la espera. ¿eres el profeta? te pregunto… yo sólo he venido a clamar desde las catacumbas a abrir zanjas para que tu agua corra. Apocatástasis total y dramática que nos sacará de ese punto fugaz para mostrarnos la pureza inalcanzable. Quedará «piedra sobre piedra» y el musgo hará su hogar sobre la piedra y el verde despertará al musgo de su sueño y tus ojos amado me revelarán los confines de la tierra madre nuestra en ti descansaremos desnudos, en la única inocencia.

Edgar Vidaurre