La Venus del espejo y otros poemas

Pero, como Zaratustra estaba solo,

le habló a su corazón: ¡Cómo puede ser posible!

¡Este viejo santo no ha escuchado en su bosque que Dios está muerto!

Friedrich Nietzsche – Así habló Zaratustra

En 1884, en pleno hito de la Modernidad y herido por Venus Urania bajo la advocación de Lou Andreas-Salomé, Nietzsche, encarnando al profeta Zaratustra, proclamaba con un canto delirante y ditirámbico la muerte de Dios. Con ello provocó un cisma espiritual, filosófico y moral que implosionó al viejo paradigma que explicaba al mundo teniendo como centro a Dios y poniendo en su lugar al hombre, o más bien, al «superhombre». Hoy, en este libro, otro poeta —también quise decir profeta—, otra voz, otro canto, no sabemos si en la advocación encarnada del propio Zaratustra, de Empédocles, o el profeta bíblico Oseas,  nos llega en plena posmodernidad, en el punto decadente del llamado «giro antropológico» que empezara su elipsis en el humanismo para terminar más allá de la ciencia con el derrumbe de todos los paradigmas conocidos, en lo meta-humano que llamamos tecnología.

Desde el centro del desierto, resonando en el vacío, resurge este canto proclamando —recomiendo leer este libro en voz alta— que Dios está vivo y vigente. Voz múltiple y también ditirámbica que restituye como centro fluente y afluente la presencia ineludible, ya no de Dios, sino de una Diosa —curiosamente en contradicción perfectamente secuenciada con Nietzsche—, la manifestación femenina más elocuente de la divinidad: la propia Diosa Venus o Afrodita para los griegos.

Siguiendo con rigor mi propia recomendación y leyendo en voz alta, o más bien cantando con seriedad y éxtasis los poemas que constituyen este corpus, siento entonces que no es casual que el libro, también bautizado bajo el subtítulo Entusiasmos, libro segundo del poeta Luis Gerardo Mármol, salga a la luz bajo el sello de la Editorial Diosa Blanca, esta otra advocación femenina de la divinidad que rige y determina bajo la explicación celta del mito poético y a través de la fases de la luna, el origen y el sentido de la poesía como ritual sagrado que reconocieron y trascendieron los druidas o sacerdotes de la belleza llamados bardos, por cierto, nominación que todavía se le otorga a los poetas.

Haciendo un poco de arqueología semántica, ahondando más allá del sugerente título, releo y me hundo yo mismo en el subtítulo que marca toda esta eclosión poética del autor, de la que este libro es apenas la segunda variación por llamarla musicalmente así: Entusiasmos, libro segundo. El propio profeta —quise decir también poeta— en una entrevista aclaraba:

He pensado dar el nombre de Entusiasmos al conjunto de mi obra poética, un poco a la manera de Baudelaire, Whitman, Pound, Guillén o Juarroz. El término «entusiasmo» no debiera tomarse por una suerte de manía o euforia más o menos incontrolada o banal, monocromática y monocorde. Esta palabra griega podría traducirse más o menos literalmente como «estar en Dios». Es inconmensurable la cifra de estados o movimientos del alma y del espíritu que el rapto anima o desencadena. ¿Cómo podría entenderse una palabra como «entusiasmo» de manera unívoca?

Yendo un poco más hondo en esta excavación, y descubriendo así lo que se entendía en la propia Grecia Antigua; esta palabra compuesta de la trinidad en, theou y asthma, nos devela con asombro —los griegos eran los dueños del asombro— que el significado al juntarlas es: «soplo interior de Dios».

El Diccionario de la Real Academia Españolaen sus primeras versiones la definía como «el vigor y vehemencia con que hablan o escriben los que son o parecen inspirados. Dícese comúnmente del furor o arrebatamiento de la fantasía de los poetas». Pero ya desde 1817, la definición se abrió, se hizo más extensa y citamos:

Al pasar la voz griega al lenguaje vulgar, envuelve un sentido algo más serio que el de pitonisas, sibilas, vates o artistas. El entusiasmo individual o colectivo es la exaltación, la excitación del espíritu humano que sale de su estado reflexivo y tranquilo, conmovido generalmente por un impulso desconocido hacia lo bueno o hacia lo bello.

Tomando más bien la revelación que nos da la etimología original, la que salió directamente del asombro, la abarcante, es decir, la griega: «soplo interior de Dios», más que agregarle, yo me atrevería a decir (más allá de la definición del DRAE), que la palabra entusiasmo abarca en toda su extensión el significado de profeta, ese hombre por cuya boca salía el soplo o espíritu del Señor.

No me cabe la menor duda —lo digo en medio de mi asombro—, o más bien diría que se ha constituido en una certeza, el hecho de que esta voz, este canto, este ditirambo, me devuelva al origen sagrado que levantaba entusiasmados a los antiguos profetas o sacerdotes que hablaban en el nombre del amor o de la belleza. Haciendo en este punto ya no una arqueología semántica, sino una arqueología poética, emocional e incluso literaria a través de esta crónica sentida por donde arrancamos la vivencia, se nos antoja una secuencia perfecta en las referencias iniciales de Zaratustra y de Empédocles. En este retorno al origen, al Edén, a la edad de oro, quisiera tomar como signo o señal que nos marca el punto de la búsqueda unos versos del poeta en su «Cántico Verde» de este libro:

Un bucare de tardía floración

asediado por los colibríes (¿o eran abejas?)

Voz de tórtola y atabal,

¿cómo has de sorprenderme hoy?

Eres todo lo que me sucede, dijiste.

Estando en el Bosque Sagrado, soñé que volaba al Edén.

Iba, a oscuras casi, entre aposentos y almenas.

Y como mapa del recorrido, las palabras de Ramón Gaya, autor del cuadro que signa también la portada de este libro, en una de las cartas que escribió a la filósofa y poeta María Zambrano, para poder así iniciar el movimiento perpetuo y circular de referencias:

Siempre que, vuelto hacia mí, reculando en el tiempo, he querido llegar a lo más antiguo y más escondido de la memoria, a ese primer instante de conciencia animal pura que ha de ser, por lo visto, de donde arranque ya toda nuestra vida, desemboco invariablemente en una imagen muy simple: una rama de níspero recortándose sobre un cielo azul. Eso es todo. […] ¿Qué hace ahí, en lo profundo, esa rama del árbol sin más ni más?

Cuando Nietzsche toma como símbolo de su visión filosófica-poética a Zaratustra, lo hace determinado de manera directa por sus cánticos llamados Gathas, que constituyen el componente más antiguo de El Avesta o libro sagrado del mazdeísmo, cantos que estaban «más allá del bien y del mal» a pesar de hablar en principio de una deidad suprema: Aura Mazda y los seis espíritus de la verdad, la justicia, el orden, la docilidad, la vitalidad y la inmortalidad. Posición falsamente dualista, pues aunque a este dios de la justicia y la verdad se le oponía un espíritu del mal, llamado Ahriman, finalmente es el propio hombre quien debía decidir si se integraba o se fragmentaba en su ser. Estos eventos opcionales dependían tanto de su libre albedrío como de la fuerza motora de tal decisión: la ley de atracción universal que en este caso tenía la advocación de Ardvi Sura Anahita, la Diosa del amor en la cosmogonía persa.

Cavando aún más hondo en el corazón del autor y el nuestro, es inevitable evocar al poeta y filósofo Empédocles —cómo se nos parece nuestro poeta a Empédocles—, quien concibe al amor junto con el odio, como las dos fuerzas cósmicas que, actuando antagónica y alternativamente sobre los cuatro elementos o raíces del ser eterno (fuego, agua, aire y tierra), los agrupa o disgrega para conformar la realidad. El odio junto con el amor constituye una unidad dinámica. En sus extraordinarios y elocuentes poemas «Sobre la naturaleza de los seres» y «Las purificaciones», Empédocles nos habla pues de cómo la Diosa del Amor Afrodita (o Venus para los romanos, para Velázquez y por supuesto, para nuestro profeta-poeta) es la fuerza vital, la generadora del Eros, de la libido que mueve y prologa la vida:

La fuerza que une todos los elementos para ser todas las cosas es el amor, también llamado Afrodita. El amor une elementos distintos en una unidad, para convertirse en una cosa compuesta. El amor es la misma fuerza que los seres humanos encuentran en el trabajo, cada vez que sienten alegría, amor y paz. La lucha, por otro lado, es la fuerza responsable de la disolución.

Sería imposible no hacer aquí la necesaria y asombrosa revelación de cómo la voz de Luis Gerardo Mármol toma este principio de la creación y de la belleza como hito de todos los logros humanos, cuyo centro se expande desde el círculo rojo del Amor. He ahí el sentido del título del libro: La Venus del espejo y otros poemas. Todo se deriva, se refleja y se expande desde el Amor…desde la Diosa Venus. La multiplicidad de este coro ditirámbico, esos «otros poemas» nacen y se despliegan de manera especular hacia y desde el espejo de Venus. Es conmovedora la integración de los cuatro elementos que nos es de nuevo revelada en este corpus unívoco y fractal al mismo tiempo. Así, el libro comienza en el «Poema Deleble»reiterando la máxima de Heráclito: no podremos bañarnos dos veces en la misma agua, homologando poéticamente esta verdad con el elemento aire, añadiendo al resplandor del fuego, iluminando la tierra por las noches:

¿Bañarse dos veces en el mismo río? Nadie lo puede, ya se sabe.

¿Y el aire? ¿No se mueve el aire más que los ríos?

Dicen que el aire se mueve en círculos.

La rueda del mundo, su respiración.

Pero, con el corazón en la mano,

¿quién puede respirar dos veces el mismo aire?

El árbol estremeciéndose, el árbol libro del esplendor,

y el seco árbol de invierno o rudo estío, según donde estemos,

música de bronquios, y el  deseo que canta,

memoria del éxtasis parecen.

Como de tierra iluminada en la noche,

¿la memoria de un orgasmo?

Si tuviésemos un corazón débil,

habríamos muerto.

¡Cómo nos dolía el pecho,

y no era en verdad el amor suspirante

de las almas antiguas!

Y más tarde, ¿el eco del eco de un eco del resplandor?

Al leer en el árbol u otro libro,

¿qué se podrá revivir?

No digo recordar, digo revivir.

Y en medio de todas, nuestra voz, ¿dónde está?

Los profetas, los antiguos griegos, los alquimistas, los místicos y últimamente algunos matemáticos y astrofísicos, han creído con inagotable fe en los elementos constitutivos de la creación: la tierra, el agua, el aire, el fuego y su combinación, logrando la transformación de las formas, su integración en un todo, siendo que a la inversa, cuando separamos los elementos constituyentes, deviene la fragmentación; alquimia esta que se reitera, como un leitmotiv, a lo largo de toda la cadencia del ditirambo que ejecuta nuestro poeta en las intensas imágenes movibles y fractales que van —como debe ser— desde las sombras (Leçons de ténébres) hasta llegar a ese mar de luz donde fulgura la flor del flamboyán:

No es en la tierra, sino en el agua, donde todo se junta.

                 Fuego en el agua, nuestra sangre, alimento del mundo;

nuestra alma, fuego líquido.

(El mar de flamboyán)

El otro antecedente emocional y espiritual que determina la voz que nos devuelve al modo sagrado, la cualidad integradora y al mismo tiempo expansiva del amor, es sin duda, el profeta bíblico del amor: Oseas. Engañado, despreciado, herido como Nietzsche por su mujer Gomer —una encarnación de la Diosa Venus Pandemos, con la cual Dios le pidió que se desposara—, Oseas es el profeta que, invocando al Amor y en su nombre, perdona y redime la falta de la que es «infiel, esclava y prostituta», y en un lenguaje apasionado le declara su intención. En este caso, el aspecto femenino de la divinidad impulsó al profeta a esa otra dimensión elevada del amor, que es capaz aun temblando con el cuerpo y penetrado de sensualidad, de integrar la dualidad bien y mal, sombra y luz: «Te voy a seducir, te llevaré al desierto y te hablaré al corazón. […] En aquel día, […] tú me dirás: “Mi esposo” y no: “Mi Señor”. […] Te haré mi esposa para siempre. Te haré mi esposa en justicia y en derecho, en fidelidad y ternura, haré de ti mi esposa en lealtad, y tú conocerás al Señor» [Oseas 2, 16. 18. 21].

Para cerrar este círculo rojo, cuyo centro es la Diosa del Amor en sus diversas advocaciones, podríamos decir que es en el interior de cada hombre y la proyección de lo femenino que lo habita, donde se gestan sus manifestaciones polares: Afrodita Urania como la dimensión espiritual del amor, patrona de las mujeres cultas, intelectuales o vírgenes, en oposición a la Afrodita Pandemos, que manifestaba su dimensión terrenal, la lujuria, el placer sexual, y bajo cuya protección se cobijaban las hetairas. Primero Platón en su diálogo El Banquete, luego Marsilio Ficino en el capítulo VII del discurso segundo en De amore, tratan de los dos nacimientos del amor y de la doble Venus. Este último, a razón de Platón, menciona la distinción que hacía Pausanias en El Banquete entre dos tipos de Venus:

Dice que una de estas Venus es celeste y la otra vulgar. Venus es doble. Una es aquella inteligencia que situamos en la mente angélica. La otra es aquella capacidad de engendrar que se atribuye al alma del mundo. Y una y otra tienen como compañero un amor semejante a ellas. Aquélla es arrastrada por el amor innato a comprender la belleza de Dios. Esta, por su amor, a crear la misma belleza en los cuerpos. Aquélla comprende en sí primero el fulgor de la divinidad y después lo transmite a la segunda Venus. Esta irradia las chispas de este fulgor en la materia del mundo. De este modo, por la presencia de tales chispas, cada uno de los cuerpos es percibido a través de los ojos por el espíritu del hombre que posee dos fuerzas, la fuerza de entender y la potencia de engendrar. Estas dos fuerzas son en nosotros dos Venus que van acompañadas de dos amores. [pág. 39].

No hay cosmogonía sin que su centro emocional y vital no sea la Diosa del Amor, llámese esta Hathor o Qetesh en Egipto, la Astarté cananea, Aizen Myo-o en la visión contemplativa budista, Cliodhna en la cultura celta, la Diosa Turan para los etruscos, Rati para el hinduismo, Yue-Lao para la milenaria China, Freiyja en la mitología nórdica, Ixmukané la venus de los mayas, Oshun en la tradición yoruba africana y Venus-Afrodita en la cultura greco-romana.

Siguiendo esta saga, esta búsqueda de relaciones y referencias ancestrales, tal vez las referencias más cercanas a esta milagrosa voz que reaparece en medio del desierto de la posmodernidad, sean la de los bardos celtas, los escaldos nórdicos y los rapsodas griegos. He aquí los orígenes de la verdadera poesía, de la poesía con letra acompañada y en fusión con la música, de la poesía cantada cuyo antecedente a su vez es la antigua poesía egipcia que recogía los cantos de siembra y de siega, los «cantos de maneros» de Osiris, o del grano cortado por la hoz del segador al compás de la percusión, las sonajas, el sistro o el susurro de las cañas, el arpa y la lira. La élite de los druidas llamados bardos bajo el efecto de un éxtasis consciente, mantenía viva la tradición oral y cantada que recoge el corpus más extraordinario de poemas cantados conocidos. Esos poemas en forma de salmos que el joven y adolescente pastor David le cantaba acompañado por la lira al Rey Saúl, proyectándose en el tiempo a través de esa eclosión de los llamados trovadores y juglares medievales, quienes sin duda alguna, a través de sus canciones y su literatura de contenido amoroso, social y político constituyeron las bases de toda la poesía occidental hasta bien adentrado incluso el siglo XX, en los cancioneros populares como el Romancero gitano de Federico García Lorca, o el caso del poeta catalán Josep Vicenç Foix (1893-1987) cuya obra solo se puede entender bajo la poética de los escritores populares de la trova de los siglos XII y XIII que se cantaban por los pueblos de Cataluña.

***

El desierto crece: ¡ay de quien alberga desiertos!…

Friedrich Nietzsche – Ditirambos Dionisíacos

Llegando así, por la gracia de esta arqueología poética ascendente a la voz de Luis Gerardo Mármol, esta se nos revela como la conmovedora extensión de los cantos que expresaban la cualidad sagrada y trascendente de la poesía cantada en alta voz, bien fuera por bardos, escaldos, rapsodas o trovadores. Harry Almela en su prólogo a la antología del querido Armando Rojas Guardia, llamada Fuera de Tiesto, lo calificaba como «el último cristiano de la modernidad». Yo, bajo el entusiasmo que me arropa este libro, ante una epifanía íntima y personal, por propia convicción y haciendo una especie de homologación con nuestro poeta, podría decir que Luis Gerardo es el último profeta cantor, el último bardo, «el último rapsoda de la postmodernidad».

A mi sentir, en este libro hay una clara relación con esa poesía que, naciendo del asombro como en el caso de los griegos antiguos, integra y amalgama en su cuerpo sonoro, esa maravillosa luz de la conciencia racional o lo que yo llamaría «pensamiento poético», proceso mediante el cual ocurre la experiencia mística, el sentimiento sagrado y religioso a través de la razón. Muy cercano a su vez con lo que plantea en términos teológicos la llamada teología de la belleza. En un trabajo sobre este tema y con referencia a la integración de la razón en el hecho inefable mediante el lenguaje simbólico, yo decía que:

El misterio de lo trascendente (llámese Dios, Divinidad o Belleza) no podrá ser develado por la simple razón en función de lo empírico. En esta dimensión de lo sagrado, la racionalidad será desbordada (mas no anulada). La razón en este caso, será integrada al entrar en una dimensión que la abarca y la arrastra más allá de lo conceptual. En este sentido, ya Eugenio Trías nos aclara que lo racional en la revelación se integra al logos abarcante. El logos ya no será sinónimo de razón. El uso simbólico de la razón para entender la alteridad inefable de Dios en el otro. Finalmente Jürgen Habermas se acercará mucho a la temática de esta aproximación al establecer que el  límite humano ante esa realidad contingente, no será la razón sino la esperanza. Lo evocativo abarcante suplirá a la razón. Lo holístico de la racionalidad religiosa entendida a través de la Belleza: la dimensión estética.

Tal vez sin embargo, la referencia de este fenómeno que se revela en la poesía de Luis Gerardo esté en la poesía de Nietzsche, en donde pensamiento filosófico deviene sin umbrales de transición en pensamiento poético. En el prólogo que el filósofo Juan David Fuentes le hace al libro Ditirambos dionisíacos de Nietzsche, nos dice lo siguiente:

Allí donde el devenir se convierte en canto, ese canto es hímnico, ditirámbico. Así es también la música del devenir. Nietzsche considera su Zaratustra como si fuera música, como una obra que ha nacido del espíritu de la música. Según el filósofo, cuando concibió el pensamiento del eterno retorno sufrió un súbito cambio en su gusto musical. Empezó a oír otras melodías y armonías en las cosas, algo diferente le salía al paso. El mundo se convirtió en un camino solitario para el pensamiento que recorrió entusiasmadamente. Antes había vivido como seducido por sirenas wagnerianas; creyó haber encontrado en Wagner el músico dionisíaco por excelencia, un malentendido que nunca se perdonó y una espina que siempre llevó clavada.

Esa espina clavada en el corazón, como dijimos al inicio de esta crónica sentida, por la Diosa Venus, sumió al filósofo en la muerte de su ánima vital, de su corriente amorosa y por consiguiente en la muerte de Dios, la negación del eterno femenino y la afirmación del eterno retorno:

No quiero la vida de nuevo. ¿Cómo he podido soportarla? Produciendo. ¿Qué es lo que permite soportar su vista? La visión del superhombre, que dice que sí a la vida. Yo también lo he intentado, ¡ay de mí!, Amigo Rée, ruéguele a Lou que me perdone todo, también ella me ofrecerá una oportunidad para perdonarla. Porque hasta ahora no le he perdonado nada. Es mucho más difícil perdonar a los amigos que a los enemigos.

Al contrario del profeta Oseas que pudo perdonar a la Venus Pandemo, encarnada en la prostituta Gomer y asumirla así con la trascendencia del amor, Nietzsche no pudo redimir lo femenino que ya no habría de habitarlo nunca más. Dios herido, más no muerto, este cantor espectral que al final de su vida exclamaría:

Nada similar ha sido jamás compuesto, sentido, sufrido: así sufre un Dios, Dioniso. La respuesta a tal ditirambo… sería Ariadna. ¿Quién además de mí sabe quién es Ariadna? Nadie hasta ahora ha poseído la clave de todos estos enigmas.

Asombroso el anverso que propone el poeta en este libro sobre el, también conmovedor, reverso planteado por Nietzsche, pues en una regresión al origen —al verdadero origen— nos lleva de nuevo a ese amor que precede las heridas, esa herida original en el costado de donde brotó Eva. Su voz nos saca esa espina del corazón y ejecuta su canto transido de alma poniendo nuevamente como centro a la Diosa, perdonándose a sí mismo para sucumbir con virilidad y asombro a su determinación y a su impulso concéntrico y expansivo a la vez.

LA VENUS DEL ESPEJO

¿Habrá madreperla más luminosa, nata más trémula, fulgente?

Y tú, que nos revelas nuestro propio rostro, ¿te miras al espejo?

¿Qué son las salutaciones de ayer?

¿Qué maternidad es esta,

tú,

la única que puede parir tras mirar largo tiempo el espejo?

Las sirenas no son peces: son pájaros.

¿Cómo hemos podido olvidarlo?

Pero mirándote ¿a quién puede abrumar algo más?

Más allá de la melancolía que tu madreperla desencadena

¿qué ría solar estremece la pupila?

¿Aurora que nos mira desde las aguas de Circe?

En ella misma provocas los desafueros.

Pero para nosotros tu venganza es, cuántas veces, camino de salvación.

Tú te vengas del sol, y gracias a ello,

podemos pasar allende el sol.

Tu inocencia, nos dicen, es la más lacerante.

Y el amor que nos envuelve

¿lo hará siempre como aguas claras y no tan profundas

porque aún se mira el fondo?

Dice el ignorante

que el Amor es sólo una

de las tres virtudes que miran más adentro.

Para quien va detrás y delante del sol,

para quien es Véspero y Lucífero,

¿habrá don que no sea Amor?

Viendo árboles con raíces en la cima,

y tu cabellera o su cabellera sobre las aguas del estanque,

¿qué es lo que buscamos, como recién despiertos,

al mirar aguas que copian el cielo?

***

Eterno Femenino: La mujer alcanza su plena individualidad

sólo en el momento de la entrega.

Richard Wagner- Tannhäuser

Este libro integrador de todos lo reversos y anversos en un solo canto, es también un eterno retorno a lo eterno femenino, pero sobre todo, un retorno a la música del alma penetrada por el amor. Yo diría, en mi condición de músico, que en este libro está graficada, sin duda alguna, la partitura del alma: un gran concertante lleno de cadencias rítmicas, ascendentes y descendentes, de intervalos, de silencios, de armónicos, síncopas, crescendos, cambios de tempo emocionales: allegro, lento, adagio, forte, pianissimo, y esas elipsis que culminan en calderones que el lector o cantor guarda más allá del tiempo cronológico con los ojos cerrados. No se podría tomar esta sintaxis poética y los signos de puntuación desde el punto de vista estrictamente literario. El texto, o más bien, la partitura, está llena de signos que más que de puntuación, son como dije, signos que dirigen a la voz en su cadencia. Muchas comas son pautas rítmicas o silencios, modulaciones que deslizan la voz a otras dimensiones tonales. A su vez los cambios en la grafía y en la tipografía (palabras en negrillas, comillas, extensiones o rupturas en la disposición espacial de los versos), son usadas en el texto-partitura como elementos constitutivos del drama múltiple y sonoro: la aparición de voces sobrenaturales, incluso la de la Divinidad, que son resaltadas como voces superpuestas, intertextualidades, reiteraciones, pero sobre todo, la figura del leitmotiv, como elemento esencial, conductor, principal y recurrente.

La figura del letmotiv, tan vital para entender este corpus poético, le agrega a este giro o retorno al centro irradiante que habita la Diosa, una nueva restitución. En este libro también hay un retorno a la forma dionisíaca que hiciera revelar a Wagner como el músico dionisíaco. Al escuchar con asombro nuestra voz en recitativo de los poemas rapsódicos, ese canto de sirenas (así se refiere Nietzsche a la música de Wagner) deviene canto de pájaros: Las sirenas no son peces: son pájaros. / ¿Cómo hemos podido olvidarlo? La expansión sonora (al modo como se expande el Universo o el Amor) es circular, ondulante. Escuchando la obertura de Tristán e Isolda de Wagner pude ver con claridad cómo la música de este libro segundo de los entusiasmos, tiene la misma dinámica de esta estructura sonora que el compositor llamaba Eine Handlung, que se traduce como «drama musical». En la partitura que nos ofrece Luis Gerardo Mármol y que como dije recomiendo leer en voz alta, ocurre de manera asombrosa el mismo despliegue que yo no dudaría en llamar también «drama poético-musical». El cromatismo ascendente, descendente y circular, la secuencia escalada de la tonalidad en un recorrido que alcanza casi todas las tonalidades audibles y la suspensión armónica, se podrían perfectamente homologar con el texto, que gira de manera intensa e incesante sobre el leivmotiv de lo femenino terrestre y celestial. Una unidad que integra todas las advocaciones de la Diosa y las encarna en la figura humana de la mujer amada: Cada día más, es un día menos. / Pero tengo tus senos.

Haciendo una relación de la visión Wagneriana de Venus y su obra, me parece esclarecedor el análisis que hace el maestro Andrés Sánchez Martínez, de la ópera Tannhäuser, sobre la auto-proyección que el hombre hace de su integración (o desintegración) de lo femenino que lo habita en su interior, bajo la presencia perturbadora de la Diosa Venus:

Sin embargo, sin sentir una nostalgia ardiente/ no puedo a la fuente acercarme; /he de refrescar el sediento ardor/ y confiado acerco mis labios, /bebo a grandes tragos placeres/ en los que nunca se mezcla el temor, /porque inagotable es la fuente/ ¡lo mismo que nunca se sacia mi deseo! He aquí los dos tipos de amor. (Wagner, 2009: 60)

Frente al amor cortés, sin contacto corporal y aquí plenamente espiritual, Tannhäuser reclama el amor carnal (alma/labios) que ha experimentado en el Venusberg, ese que se bebe a grandes sorbos y nunca se agota. Por esta defensa de Venus, el cantor será expulsado de ese lugar sagrado y el héroe decide hacer penitencia e ir a Roma a implorar el perdón papal. Sin embargo, y en oposición al arrepentimiento del héroe medieval, este Tannhäuser romántico tomará esta decisión más por Elisabeth que por remordimiento. La contraposición entre amor carnal (Venus) y espiritual (Elisabeth) que articula la ópera ha sido ya esbozada, pero sería necesario hablar algo de Elisabeth, pues sólo ella hace que el héroe, aunque sea por breves momentos, olvide a la Diosa; sólo ella la puede vencer. Wagner delimitó de forma muy precisa en Ópera y Drama (1850-51) su idea de mujer perfecta (en lo que a este artículo respecta, a nivel dramático), su «Eterno Femenino»: La mujer alcanza su plena individualidad sólo en el momento de la entrega. Ella es la ondina que susurra sin alma a través de las ondas de su elemento hasta que al fin recibe el alma por el amor de un hombre. […] una vez que él [el hombre] se ha reconocido allí [en los ojos de la mujer], también se ha concentrado la facultad universal de la mujer en la necesidad imperiosa única de amar a este hombre con la fuerza universal de la más plena pasión de la entrega [Wagner, 2013: 123].

Enlazando lo dicho antes con lo que, de manera subversiva, hizo el maestro Velázquez cuando pintó el cuadro La Venus del espejo, se revela cómo la asimilación sin contradicciones de la mujer, convoca  la unificación de los arquetipos polares de la Diosa del Amor en Urania, la espiritual idealizada, y Pandemo, la sensual lujuriosa y terrestre, en una mujer real de carne y hueso. Era la primera vez que la Diosa era pintada como la encarnación de una mujer real. Ese desnudo, cuya representación se hizo sobre una modelo desconocida, una «prostituta» cuyo nombre tuvo que mantenerse oculto, fue censurado por apologistas de la Contrarreforma en la España del siglo XVII, y posteriormente en 1914 acuchillado por Mary Richardson, una activista feminista, para más tarde ser restaurado por Helmut Ruhemann en el año 1965. Quisiera entonces metaforizar estos hechos, la herida en el cuadro y su posterior restauración, con lo que justamente hace este libro: una profunda restauración de la visión femenina en su visión abarcante e integrada —Diosa y mujer, virgen y prostituta— a través de un canto sagrado ejecutado por el último profeta de la posmodernidad.

Imposible no tocar para cerrar este círculo, la visión del maestro Ramón Gaya que, como dijimos abre este libro con la portada, en su homenaje a Velázquez. Citando a la crítica de arte Miriam Moreno Aguirre, en su libro titulado Otra modernidad. Estudios sobre la obra de Ramón Gaya, (Pre-Textos, 2018), la autora, quien es doctora en Filosofía con una tesis dedicada al pintor, nos dice:

Gaya no se conforma, sin embargo, con ser un reaccionario o un negacionista de la modernidad o posmodernidad corriente, sino que propone otra modernidad con la máxima potencia. Más claro no pudo ni decirlo ni pintarlo: «Acabo de pintar un Homenaje a la pintura moderna. Es una naturaleza muerta en la que se ven cuatro reproducciones: una de Cézanne, una de Van Gogh y, un poco más lejos, una de Tiziano y una de Velázquez. Eso es lo que a mí me parece que es la pintura moderna. […]  La posibilidad de sugerir la realidad invisible, que hay en la realidad que vivimos, puede y debe aparecer en toda creación merecedora de tal nombre».

Aquí, Gaya hace no solo una reflexión estética, sino que asimila la reflexión de la psique con las propias leyes físicas de la luz: su reflexión y su refracción, la cualidad fractal de los espejos y su cualidad especular de mostrar todos los reversos de la realidad: la pureza o la perversión de aquello reflejado y el acto trascendente del artista o poeta que revoca la distorsión de la luz. 

Quisiera, para terminar, agregar algunas reflexiones personales que caben aquí sobre las leyes físicas de la luz y su dinámica, que se parecen tanto a las dinámicas del alma, de la psique. En este caso, el Ego —o la vanidad de los espejos— es ese prisma u objeto que se atraviesa impidiendo que la luz nos penetre, nos inunde, nos ilumine. Prisma que descomponiendo la luz, la pervierte y la fragmenta produciendo «la refracción de la luz». La corrección a esta perturbación la hace la propia luz a través de la «reflexión de la luz», es decir, al chocar con algo sólido la luz se repliega sobre sí misma y corrige la distorsión. La luz también se refleja por medio del fenómeno denominado reflexión interna total, que se produce cuando un rayo de luz intenta salir de un medio en que su velocidad es más lenta a otro más rápido, con un determinado ángulo. Se produce una refracción de tal modo que no es capaz de atravesar la superficie entre ambos medios reflejándose completamente. Esta reflexión es la responsable de los destellos en un diamante tallado. Estas correcciones a la refracción de la luz, su gesto de replegarse en la «reflexión» y así devolver su imagen sin distorsiones e integrada en los espejos pulidos de nuestra alma y del alma de los otros…en el espejo de la creación.

¿Quién se afana por saber

si estos colores vienen de fuera

o nuestros mismos ojos los engendran?

«Hay colores que no has visto fuera de tus ojos cerrados», nos dicen.

Pero, ¿no está en cada parte la totalidad?

¿Navegamos en fosas oceánicas

creando nuestra propia luz?

Si es así, con la luz que creamos

¿qué haremos sino imágenes del Océano?

Nos dice nuestro rapsoda. La creación es especular, es el espejo donde Dios cual primer Narciso se contempla a sí mismo en lo creado. Aquí la Diosa se ve a sí misma y también mira que la miramos. Reflejos de la inteligencia celestial, que nos hace entender al anverso y el reverso de la realidad en una sola imagen unívoca. Speculum: especular, mirar el cielo, la bóveda celeste, contemplar en éxtasis y al modo de los santos, corresponder el reflejo sagrado con el corazón humano, espejo que refleja a Dios [Pablo 2Cor 3,18]. Cierro esta crónica sentida, de forma ritual, repitiendo entusiasmado en voz alta mi canto, uniéndome al coro inaudible de lo invisible, seducido por la voz del rapsoda, penetrado por ese soplo interior de la Diosa que en su cadencia realiza el milagro de hacer confluir, como las aguas, el final de este texto con el final abierto y abarcante del libro.

Junto al ditirambo, las interrogantes.

¿Cuánto tiempo permanecen aquí

los que abren las puertas

de lo que sólo ya en el cielo existe?

¿Podré escribir algo después de esto?

He dicho ya, y pienso en el cielo,

que me embargaban el cristal

o la alucinación de la marisma.

El tiempo y el soplo, ¿son uno solo ya?

Edgar Vidaurre